BLOG

Filtro de categorías

Por: Fernando Cabrera

En febrero, celebramos el amor. Vale la pena tomarnos el tiempo para meditar ¿qué tipo de amor es el que celebramos? 

La cultura en la que vivimos, hipersexualizada y de “descarte”, como la ha llamado el Papa Francisco deja el eco de un amor meramente transaccional, utilitarista, que no pocas veces queda en una superficialidad comercial y de película que está muy lejos de corresponder a las fibras más íntimas del corazón humano.

El hombre es un ser social por naturaleza, pero esta afirmación más que una mera descripción, es tan sólo un destello del anhelo más profundo del corazón humano que radica en experimentar el verdadero encuentro y comunión con el otro y que constantemente tratamos de saciar con fuentes piratas, cada vez más diversas y lejanas del verdadero amor.

Es el amor que Dios nos revela el que responde de manera profunda e íntima a este anhelo, posee características extraordinarias y si pudiéramos vivirlo y transmitirlo en la cotidianidad haríamos un cambio sustancial en nuestra sociedad y como Jesús, pasaríamos haciendo el bien.

Su primera característica es la libertad que nos permite vivir esa opción sin condicionamientos y abrirnos a la experiencia del encuentro con el otro. Nos permite ser quien realmente somos y ver al otro como realmente es.

De la mano de la libertad viene la totalidad, que nos permite liberarnos de egoísmos y darnos sin medida, como dirían San Agustín. Experiencias anteriores poco agradables hacen que limitemos, en el presente, la manera cómo deseamos darnos. Donarnos con autenticidad, veracidad y generosidad implica un riesgo pero en esta dinámica confiamos en que el otro lo hará en la misma medida. 

La libertad y la totalidad trae consigo la fidelidad a la cual somos invitados y nos asegura, de alguna manera, la permanencia y la estabilidad que son siempre una caricia al corazón.

Por último y no por ello menos importante: la fecundidad. De esta dinámica continua de donarnos y acoger se generan frutos a nivel personal y en la relación con el otro de manera recíproca y a la vez conjunta.

Este es el amor que quiere, necesita y corresponde al corazón y a la dignidad humana; libre, total, fiel y fecundo, tanto en una relación de amistad y noviazgo, como en el matrimonio y familiar. Esto es un verdadero antídoto para el desamor y frivolidad con la que muchas veces compartimos con cientos de personas de manera real o virtual.

Este 14 de febrero, pidámosle a Dios que con la intercesión de San Valentín, nos atrevamos a vivir y celebrar cada pequeño encuentro ordinario de manera extraordinaria para que pueda ser un destello de ese Gran Encuentro que viviremos todos algún día.

Esta pregunta tan elemental y trascendental a la vez para cualquier persona se convierte en realidad en un acertijo, muchas veces sin respuesta. Sin embargo, existe en el ser humano ese  anhelo de encontrar un sentido de vida y trascendencia al darse cuenta de que, a diferencia de los objetos, no hemos sido creados para ser usados y desechados, sino más bien para invertir nuestra vida en la ejecución de ese propósito trascendental.

  
San Juan Pablo II nos ha dejado como legado, a la luz del Espíritu Santo, una respuesta magistral en la Teología del Cuerpo en dónde, a través de 129 catequesis dictadas durante 5 años al inicio de su pontificado, nos ha mostrado la visión de la sexualidad humana desde los ojos de Dios y nos ha dado las pautas para descubrir la respuesta a la pregunta: ¿para qué hemos sido creados? Y ante esta pregunta podríamos encontrar tantas respuestas posibles como seres humanos existentes. Sin embargo, si la abordamos de manera profunda, entendiendo que somos seres integrados por cuerpo, mente y espíritu, encontraremos que ese anhelo de “algo grande” que tenemos nos lleva a descubrir que nuestra vocación más profunda como hombre y mujer es el llamado al amor.


Desde esta visión personalista que San Juan Pablo II nos presenta en la Teología del Cuerpo podemos entender la importancia de invertir nuestra vida en la entrega a esa vocación profunda y universal que todos compartimos, que es el amor que nos lleva a la comunión. Personalizado y vivido de manera particular según nuestro llamado individual ya sea al matrimonio, a la vida consagrada o al sacerdocio; pero que a la vez confluye y tiende al propósito universal de la Santidad que todos compartimos.


El entender lo que verdaderamente significa ser hombre y mujer, la complementariedad que existe en el llamado al amor y el sentido de la sexualidad humana, nos permite encontrarnos de cara frente a la verdad que resurge en medio del caos del mundo en el que vivimos.

Vemos como en la actualidad se ha distorsionado por completo, a causa de filosofías e ideologías reduccionistas de la dignidad humana, el significado de ser persona y por lo tanto el significado de las relaciones que surgen de la persona como lo es el matrimonio y la familia.

Comprender que hemos sido creados para amar nos lleva también a profundizar y meditar en el modelo del Amor con el cual amaremos, el cual, como decíamos anteriormente, es muy contrario al modelo que vemos en el mundo en el cual se objetiviza, relativiza y mercantiliza todo lo referente al ser humano y su dignidad.

Y entonces ¿cuál es el modelo para amar?

Este lo encontramos en la buena noticia que Jesucristo viene a revelarnos en el sacrificio de la Cruz y es un amor libre, total, fiel y fructífero; lo cual nos enseña a amar como Dios nos ama, y dicho sea de paso, para poder amar como Dios nos ama es necesario en primera instancia que nos dejemos amar por Él. Ya que desde esta experiencia única de amor, cobrará sentido que cada uno de nosotros podamos transmitirlo a través de la donación de nuestra persona ya sea en el matrimonio, el sacerdocio, la vida consagrada e inclusive en el ejercicio de una profesión que nos lleve a buscar el bien del prójimo.
Con esto podemos concluir que es posible que gastemos nuestra vida en cualquier cosa y que nos dejemos llevar por el ritmo agitado y confundido de nuestra sociedad, seguirnos sintiendo vacíos y que nuestra vida es carente de sentido y trascendencia; o bien, al descubrir que nuestra vida tiene una vocación profunda al amor y entender nuestra esencia como personas, que  invirtamos nuestra vida al servicio del amor desde nuestro llamado particular. ¿A qué le apostarías?

En el desarrollo de nuestra vida, en algún momento – muchas veces desde niños-, percibimos que es lo que nos gustaría hacer para realizarnos en los diferentes aspectos de nuestra existencia: que queremos estudiar, donde quisiéramos trabajar, en qué lugar nos gustaría vivir, o que carro quisiéramos tener, etc. Pero algo que surge dentro de nosotros también es el llamado o la vocación al matrimonio y a formar una familia.

En mi caso haber tomado la opción del matrimonio y la familia ha sido la tarea más importante a la que me he podido enfrentar, ante la cual cualquier desafío profesional se queda corto. No necesariamente porque se trate de una tarea difícil, sino porque no hay nada más trascendente que el cuidado de nuestros hijos, el cuidado de esas almas que Dios nos ha confiado y prestado para que contribuyamos con El a la edificación de su reino.

Si, en efecto, así es, la edificación de su reino. Porque siendo El, la verdadera fuente del amor, en donde se puede cultivar mejor que en los vínculos de la relación familiar, en los vínculos esposo-esposa, padre-hijo. Es aquí donde podemos construir los lazos de unión y pertenencia más fuertes que pueden existir y que son los que pueden dar forma y transformar la sociedad.

Es una tarea donde la única preparación posible es el amor, pues, así como se menciona en el aspecto meramente laboral, si se ama lo que se hace en realidad no trabajamos; en este camino que hemos escogido esa es la mejor fuerza para seguir siempre adelante no importando las circunstancias.

En este sentido desde la perspectiva de un niño una simple acción como papás puede transformarse en una gran hazaña que algún día quisieran imitar, como al mejor de los súper héroes. Y aquí radica la trascendencia de lo que hacemos, pues el ejemplo no sólo es la mejor manera de educar, sino que es la única que realmente funciona.

Es un trabajo 24/7, no hay días libres, pero es el mejor recompensado, y esto con el correr del tiempo le vamos dando más valor. No hay nada con lo que se pueda comprar un momento de estar tirado en el piso jugando “cashitos” (carritos), o algún otro haciendo “tiritos” con una pelota, o estar parado dentro de una piscina esperando recibir al mejor clavadista del mundo que se lanzará desde la orilla, o correr detrás de una bicicleta esperando que no caiga, o construir las edificaciones más hermosas con trocitos. Son momentos increíbles, y más que increíbles irrepetibles. Así es irrepetibles, por eso hay que vivirlos con intensidad y alegría.

Nuestra vida se ve marcada por muchos momentos algunos muy felices y otros no tanto, pero depende de nosotros escoger cuales queremos realmente conservar. Siendo así yo tengo tres que me han dado toda la felicidad: el día de mi boda y el nacimiento de nuestros dos hijos. No existe comparación alguna con nada de lo que haya vivido.

La felicidad no la podemos medir por la duración de las experiencias agradables vividas, sino por la intensidad con la que se viven esos momentos que quizás duran unas pocas horas o hasta unos pocos segundos. Experiencias que queremos conservar porque son las que alimentan nuestra vida, el motor de cada día, el amor de Dios a través de su máxima creación que nos llena el alma.

Tuve la gran bendición de estar en presente en el nacimiento de mis dos hijos, y han sido de las experiencias más hermosas. ¡El hecho que me permitieran ser yo quien los tomara directamente saliendo del vientre de su mami que con tanto amor los cuido siempre fue algo espectacular…! si así fue!¡¡Increíble!!!

Lo más maravilloso fue escuchar y sentir ese llanto de vida entre mis manos, y ver como Dios nos hace participes de su creación, es ese llanto el que también alimenta mis días tristes, que da luz a los días grises y que llevare conmigo toda mi vida.

Es que ¡para ser padres no se estudia!

Cuántas veces he escuchado esta frase de diferentes personas y en diferentes lugares y momentos.

Hasta hace algunos años no se tenía mucha ayuda y herramientas que facilitaran la ardua tarea de ser padres y, prácticamente, se educaba conforme el corazón lo dictaba.

¿Cómo algo tan importante, pareciera que estuvo en el olvido por tanto tiempo?

Si bien es cierto cada hijo y familia son únicos e irrepetibles, digo esto porque no todo lo que a nosotros nos ha funcionado debería funcionar a otra familia; sin embargo, ¡gracias a Dios! los tiempos han cambiado.

Estar conscientes que la educación de nuestros hijos no solo afectará al niño cuando sea adulto sino también a sus hijos y a los hijos de sus hijos; es decir, a su familia, su entorno y a la sociedad entera, nos compromete a profesionalizar nuestra paternidad. Esta no es tarea fácil porque nuestra cultura, heridas, concepciones, a veces muy arraigadas, pueden alejarnos de la educación que soñamos darles a nuestros hijos. Porque estoy segura de que cuando nos preguntan:

¿Cómo sueñas que tu hijo sea de adulto? Fácilmente nos viene a la mente una lista de cualidades maravillosas para esas personitas que nos han robado el corazón.

Hoy en día, podemos estar conscientes que ser padres es una vocación de vida que va mucho más allá de la posibilidad biológica de procrear o la responsabilidad de cubrir únicamente las necesidades económicas de una familia. Los padres tenemos el desafío de una paternidad mucho más integral, presente y positiva que de lo que en el pasado se tuviera idea. Podemos y debemos echar mano de tantas herramientas, resultados de estudios, ciencia y tecnología disponible para estimular, educar y formar a nuestros hijos.

Hace algún tiempo a finales del año pasado, mí esposo y yo, conocimos la posibilidad de una especialización en la que se nos prometía darnos herramientas para afrontar los desafíos que implican la paternidad.

Con un poco de escepticismo, con la idea y el chip de que yo podía ser madre tan solo con el ejemplo de mis papás, instinto materno y la guía del corazón, acepté, pensando que no habría mucho que pudiera aprender del tema.

Hoy después de casi 5 años de haber emprendido el viaje de la paternidad, acompañado de dichas herramientas, conocimientos y objetivos esenciales, regalo que formó parte del adorno navideño bajo el árbol de Navidad, la educación ha venido a dar un giro de 180° a mi persona. Lo único que cambiaría es no haberme interesado antes.

Ese regalo me ha permitido ver crecer a mis hijos llenos de seguridad, independencia, cordialidad, destrezas, alegría, cariño y tantas cosas más que nos llenan de entusiasmo para continuar aprendiendo, educándonos y esforzándonos para educar su voluntad y que ellos puedan ser felices en consecuencia del buen uso de su libertad, escogiendo hacer el bien para ellos mismos y los demás con “ojos de eternidad”, como expresa una amiga de quién aprendimos esta frase llena de tanto sentido.

En esta época quiero dejarte 4 regalos que les puedes dar a tus hijos:

  1. Aprende a educar mejor y no improvises.
  2. Trata a tu hijo no como es, sino como quieres que sea.
  3. Juega sin distracción por lo menos por 10 minutos todos los días con cada hijo.
  4. Céntrate más en las cosas positivas que haga que en las cosas negativas.

Bien dicen que los hijos te hacen crecer y ser mejor persona, yo digo: La paternidad es un camino de santidad para los padres y si nosotros vivimos la paternidad con ese sentido sin lugar a duda nuestros hijos serán impregnados del mismo deseo.

Abrir chat
1
¿Necesitas ayuda?
¡Hola somos Juvid!
¿Cómo podemos ayudarte?